Con cuatro niños la tos es un invitado de piedra en mi casa en los meses de invierno… ¡Un invitado indeseable y pegado! Durante todas las noches tengo una sinfonía de toses que provienen de todas las piezas de la casa, unas más secas, otras más humedas, unas más intensas que otras, unas que mueven costillas, otras que duelen en el pecho ¡De todo tipo!… y ahí están presentes en mi vida, enviándome un mensaje subliminal todo el día: “Recuerda que estoy enfermo”.
Mi baño es una verdadera farmacia: remedio para la alergia, para limpiar la nariz, descongestionantes, puf, anti mocos, anti tos, anti todo (menos anti estrés, obvio!). Es que con estas extrañas condiciones del clima y la mala calidad del aire la gran mayoría de los niños están enfermos.
¿Pero qué se puede hacer? ¿Hacerle caso al doctor cuando dice en forma bastante suave “no los lleves a ninguna parte porque se van a contagiar y terminarán enfermos”? Fácil para ellos, pero en la práctica es una medida absurda. Tendría que “guardar” de abril a agosto por lo menos a 2 de los 4 niños, y con ellos a la madre, para prevenir que se enfermen, que se traspasen virus y bacterias de un lado para otro. Seamos sinceras: ¡Es para volverse loca! Todas, más de una vez, nos hemos tenido que quedar en casa días y noches (eternas e interminables noches) a cargo de nuestros hijos enfermos. Y pasa algo bastante insólito, no sé si es peor la enfermedad de el/los niños en cuestión o el malhumor de la madre. Porque es como que de un día para otro nos transformemos en un ermitaño medio rayado que no tenga otro tema de conversación que remedios, toses y ruidos. Por suerte la vida nos regala amigas y madres que les interesa cuantas veces tosió o si respira con ruido o moviendo las costillas.
Otro clásico en mis inviernos es la visita al pediatra, ¡que a estas alturas creo que lo veo más que a mi mamá!. Lo más divertido es que insisto con ir a visitarlo, siendo que en un 80% de las visitas repite la misma respuesta: “es un virus”. ¡Odio, odio esa respuesta! Es como que te diga: “Mmm, soy médico, sé que está enfermo, pero no sé que tiene. Así que sigue en casa dándole paracetamol e ibuprofeno” -¡Hello señor doctor, lleva con fiebre varios días y ya está tomado paracetamol y todo lo demás… ¡Quiero que lo mejore ahora ya!- O aún más simple aún: “Por favor déle algo, ¡Quiero dormir!”
Pero no, uno se va a la casa feliz con una receta (infaltable receta) , que aunque diga vitamina C para nosotras es un tesoro, la solución para que esos ojitos tristes vuelvan a sonreír y para que volvamos a dormir en la noche .
Pero en fin, qué haríamos sin nuestros maravillosos pediatras, sin sus recetas y sus diagnósticos de virus. Que haríamos sin ese ser cálido, amoroso y preocupado que nos recibe en su oficina con una sonrisa y nos pregunta por cada uno de los integrantes de nuestra familia, que nos da, de buena onda, su celular y reciben miles de llamadas absurdas durante todo el día y la noche . Nos solucionan la vida y nos devuelve a esos angelitos que tanto nos alegran y llenan la vida con sus sonrisas y travesuras.
Creo que debo acostumbrarme a los inviernos, a sus litros de mocos corriendo por la nariz, a las toses haciendo eco dentro de la casa, a los remedios, médicos y tantos más. Lo extraño es que la lógica hace pensar que con más niños la mamá es menos alharaca, sabe a qué atenerse y como manejar la situación. Pero en mi caso no ha sido así. En la medida que más hijos tengo más visitas al médico por hijo realizo… ¿Serán los años y me estoy transformando en una mamá escandalosa?