Esta columna la escribí hace más de un año, cuando todos nos enteramos de la terrible golpiza que había recibido Daniel Zamudio simplemente por ser gay. Acá se las dejo, tal cual la escribí en ese momento, ya que muestra todos los sentimientos que se acumularon frente a tal brutal acto.
“Desde el pasado 3 de marzo en donde todos nos enteramos de la cruel golpiza a la cual fue sometido Daniel Zamudio, no he dejado de pensar cómo es posible que pueda pasar una cosa así. Tal muestra de inhumanidad me da miedo y me altera profundamente. Desde ese momento, he pensado constantemente en el dolor físico de Daniel y en el del alma de su mamá, Jacqueline.
La muerte de un hijo no debería ocurrir nunca, de ninguna manera. Eso afecta el transcurso de la vida. Uno no debería despedir a sus hijos y menos verlos sufrir de ninguna manera. Tratamos y nos esforzamos toda la vida por evitarles sufrimientos, ya sean físicos o sicológicos, para que ojalá nunca se vean expuestos a situaciones extremas. Los queremos proteger de todo y de todos, pero lamentablemente, en algún momento, eso escapa de nuestras manos.
No puedo ni imaginar el sufrimiento de sus padres. Sobre todo de su mamá. No quiero ni pensarlo, porque fuera uno de mis hijos lo más probable es que la locura del dolor me lleve a cometer un acto sin sentido. Ese dolor que te quema por dentro y que te nubla la razón, la vista y la vida. Un hijo es una extensión de tu propia vida y su muerte es la muerte de una parte de ella también.
Vivimos en una sociedad donde las cosas pasan, pero poco aprendemos de ellas. Cuando hay acontecimientos de este tipo, clamamos y lloramos por justicia y por igualdades, ¿y el resto del tiempo? No hacemos nada. Tratamos el efecto de los actos, pero no vamos al origen de todo. Y el origen no viene de un gobierno u otro, viene de nosotros mismos y de la educación, que es fundamental para evitar que sigan ocurriendo actos tan despreciables como éste.
No pidamos una sociedad más tolerante, pidamos una sociedad que tenga RESPETO por todos. Y ese respeto tiene que venir de cada uno.
No podemos pretender que los más viejos cambien su manera de pensar, no gastemos nuestros esfuerzos en ellos, porque no vale la pena, porque fuera de gastar energía, tiempo y de pasar malos ratos, no vamos a conseguir nada. Pero si podemos invertir nuestro esfuerzo en los más chicos. Son ellos quienes tienen el tiempo por delante y la mente despejada para cambiar las cosas desde raíz.
Chile es un país donde lamentablemente la justicia es bien paupérrima. Donde el sistema carcelario es indigno y por ende, las posibilidades de rehabilitación son nulas. Un país donde la puerta giratoria sigue existiendo y donde finalmente las víctimas terminan siendo victimarios y en donde poco y nada podemos hacer como personas comunes y corrientes.
Si somos capaces de condenar atentados terroristas, no debemos dejar de preguntarnos: la discriminación, ¿qué es? es terrorismo y como tal debe ser juzgado y condenado de la forma más dura que pueda existir. Fuera del daño irreparable que se le hace a la persona afectada, también se daña a todo su entorno cercano. Y es algo que marca para toda la vida. Las leyes están hechas para protegernos, pero esa protección no debe ser para unos sí y para otros no. ¡Es para todos!
Con todo lo anterior, no me queda más que decir que mi compromiso con Daniel es enseñarles a mis hijos a respetar y a convivir con todas las personas. Que todos somos iguales, y todos tenemos derechos y que debemos respetarlos a todos por igual. Que el amor es la expresión máxima de la vida y es una bendición para quien reciba ese amor. Y finalmente, les voy a enseñar que los hijos son el regalo más maravilloso e increíble que te pueden dar y que por lo mismo tenemos que amarlos siempre y nunca dejar de hacerlo. De amarlos con todo el corazón y dejarlos ser felices.
Daniel, descansa en paz, porque tu terrible sufrimiento, ha hecho que, aunque sea poco a poco, esta sociedad comience a avanzar para llegar a ser algún día un país, donde todos seamos iguales.”