Las cifras son categóricas y hablan por sí solas. No podemos quedar ajenas a una realidad que cada vez es más latente en el mundo y en Chile.
La Comisión para Erradicar la Obesidad Infantil de la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó recientemente un informe que revela que la obesidad infantil es un reto global y urgente, pues su prevalencia aumentó a nivel mundial un 47 por ciento entre 1980 y 2013, con un estimado 42 millones de niños afectados por sobrepeso u obesidad.
En Chile, las cifras del Ministerio de Salud apuntan que el 10% de los niños padece obesidad, cifra que se eleva al 36% para el exceso de peso en los niños menores de 6 años.
Según el reporte de la Comisión, pese a estas alarmantes cifras, la obesidad infantil es insuficientemente reconocida como un problema de salud pública, aunque se trata de una enfermedad compleja que aumenta el riesgo de efectos sicológicos, complicaciones gastrointestinales, enfermedades cardiovasculares y diabetes, y contribuye además a la hipertensión arterial, resistencia a la insulina y dislipidemia, elementos claves que forman el síndrome metabólico, de alarmante aumento en niños ya que constituye el principal factor de riesgo de enfermar y morir prematuramente.
Obeso desde el útero
El informe destaca que sufrir obesidad durante los primeros años de vida incrementa la propensión a ser obeso en la vida adulta, lo cual está vinculado con el desarrollo de diabetes y de las enfermedades cardiovasculares.
Más aún, recalca que “existe evidencia en el traspaso intergeneracional de riesgo de obesidad, de tal manera que la obesidad engendra obesidad”. Revela cómo se perpetúa esta epidemia, transmitiéndose desde los adultos a las futuras generaciones. El riesgo de los niños de hacerse obesos se produce tanto por la vía de ‘desajuste’ de la nutrición intrauterina durante el desarrollo fetal como el que sigue en la infancia temprana, sumado a la sobrealimentación y el sedentarismo que sigue más tarde, y por la transmisión mediante el ejemplo de hábitos de vida poco saludables: alimentación mal balanceada, un patrón de actividad física insuficiente y sedentarismo excesivo.
Al respecto, el pediatra experto en nutrición Francisco Moraga explica “una mujer embarazada obesa desarrolla una serie de alteraciones que influyen en modificaciones permanentes en la expresión genética del feto, además de alteraciones en la formación y función de la placenta y en el flujo de nutrientes a través del cordón umbilical. Adicionalmente presenta mayor riesgo de cesárea y menor probabilidad de lactar. Todo esto genera un importante aumento del riesgo de obesidad del recién nacido. Si además ambos padres son obesos, los errores en los estilos de vida (alimentación, actividad física) que probablemente tengan los determinan también”.
El especialista agrega que “la predisposición a trastornos metabólicos pueden presentarse aun cuando el peso al llegar a adulto sea normal, ya que la respuesta genéticamente mediada del metabolismo quedó impresa. De hecho, muchas veces lo que se pretende en el adulto es evitar que el daño sea mayor, pero el daño que se produjo durante la infancia difícilmente puede revertirse en su totalidad, especialmente mientras más tiempo se estuvo obeso y mientras más precoz se desarrolló”.
La tarea es de todos. Nosotros desde la casa debemos hacer eco de estas cifras. Llevar a nuestros hijos a una alimentación saludable es fundamental. Debemos comprender e internalizar las consecuencias que una mala alimentación puede traerle a los niños. Por lo que la intervención temprana es la estrategia a seguir (La alimentación hasta los dos años es clave en los niños): cuando la biología es más “plástica” y susceptible de cambio y con mayores efectos positivos sostenidos a largo plazo sobre la salud. Para ellos es importante proporcionar orientación sobre la educación para una vida saludable a niños, adolescentes, padres, cuidadores, profesores y profesionales de la salud. En Salud Pública, siempre, la mejor estrategia es prevenir.