Mi hijo de tres años me está tapando la boca. Aunque no lo crean, es cierto. He cometido el error de estigmatizarlo frente al resto diciendo que por ser el segundo es menos estimulado, ha recibido menos atención, que porque es niño es más regalón (y por ende mamón) y un montón de etiquetas que podría nombrarles.
Pero hoy, me ha dado la mejor lección de mi vida. Sí, con todas sus letras me ha demostrado que todas esas etiquetas que dije o simplemente pensé, no sirven de nada. Hoy me demostró, una vez más, que es lo máximo. Hoy, después de solo tres días ya ha controlado su pipí y avisa cada vez que quiere.
Me siento la mamá más orgullosa del mundo. Cada pequeño logro de ese niñito, es una vida de felicidad para mí. Cada celebración de mi hija mayor por su hermanito, me da la certeza de que no lo he hecho tan mal. Obvio que me puedo haber (y me seguiré) equivocando en muchas cosas, pero de lo que estoy segura es que estoy criando niños seguros, felices y capaces de enfrentar este mundo.
Pero tengo miedo. ¿Saben por qué? Anoche estaba viendo el programa de Viñuela (Vitamina V) y estaban entrevistando a la mamá de Daniel Zamudio, que entrego un testimonio desgarrador del sufrimiento de su hijo frente a tres sujetos desquiciados, enloquecidos, fuera de control y movidos por la maldad, el odio y la discriminación. Fue espantoso y pude ver a través de los ojos de ella, el dolor eterno de la pérdida de un hijo. El dolor eterno de pensar en cómo pudo pasar una cosa así. El dolor eterno de no ver a tu hijo feliz.
Y fue en ese momento que me dio miedo. Me dio miedo este mundo sin corazón, sin sentimientos donde ocurren cosas como esas. En un mundo que no es capaz de aceptar, de convivir y de respetar a sus pares. En un mundo, que estoy segura, Dios no quiere para nosotros y yo no quiero para mis hijos.
Hoy me siento orgullosa de mis hijos. De sus pequeños logros y de celebrarlos como si fueran una final del mundo. Me siento tan llena de felicidad que mis ojos van a explotar de lagrimas y mi corazón de amor. Y en ese momento, también se va el miedo, porque si bien el mundo no va a cambiar, estoy segura de que mis hijos serán felices en él. Simplemente, porque hoy tienen herramientas que mi marido y yo les hemos entregado. Intentamos no pintar un mundo de color que no existe y decirles la verdad (adecuada para ellos y su edad) de la mejor manera posible.
Hoy mi invitación es simple. Es a mirar a nuestros hijos y sentirnos orgullosas de cada uno de ellos. Es a no subestimarlos en nada. Es a entregarles amor infinito en cada mirada. Es a enseñarles a enfrentar el mundo. Es a dejarlos disfrutar su niñez (que cada vez es más corta). Es a respetar los tiempos de cada. Es a no etiquetarlos y a disfrutarlos como el primer día.